jueves, 27 de enero de 2011

Viaje junto a las casas

La línea del ferrocarril suburbano pasa muy cerca de las casas, y los pasajeros -cuando es primavera y las pareces empiezan a revelar misterios, las ventanas a desvelar idilios y los patios traseros a desenterrar secretos- pueden disfrutar de la visión de muchas cosas extrañas e interesantes.

A veces, un trayecto en ferrocarril suburbano es más instructivo que un viaje por tierra o mar, y quien haya viajado mucho sabrá que, en el fondo, basta con ver un solo lilo escondido en un polvoriento patio de una gran ciudad para entender la profunda tristeza de todos los lilos escondidos del mundo.

De ahí que me sienta satisfecho con la vida de las cosas hermosas y tristes cuando regreso de un trayecto en ferrocarril suburbano, u orgulloso como un navegante que ha dado la vuelta al mundo, aunque solo me haya dado una vuelta por una parte de la ciudad. Si me imagino los patios algo más desolados, los lilos algo más marchitos, los muros unos pocos metros más altos y los niños un poco más pálidos, es como si hubiera estado en Nueva York y saboreado la amargura de las grandes ciudades.
Pues los descubrimientos fundamentales pueden hacerse aquí y allá, en vasa o un par de calles más abajo, y las cosas, los ambientes y las vivencias no presentan diferencias en su esencia, sino solo en su tamaño.

Una pared posee una fisonomía y un carácter propios, aunque no tenga ventanas ni nada que pudiera revelar por lo demás un vínculo con la vida, al margen del anuncio publicitario de una marca de chocolate, puesta ahí de modo que la brusquedad de sus destellos, (azules y amarillos) se fije indeleblemente en nuestra memoria.

Detrás de la pared, sin embargo, vive la gente, las niñas hacen los deberes, una abuela hace ganchillo y un perro roe un hueso. El pulso de la vida late entre los poros y las grietas de la pared muda, rompe la chapa del anuncio y del chocolate Sarotti y golpea de tal modo las ventanillas del tren que el tintineo adquiere un sonido humano, vital y nos hace aguzar los oídos ante la proximidad de unas vidas afines e invisibles.

Es curioso cómo se parecen las personas que viven en las casas que lindan con el ferrocarril suburbano. Es como si a lo largo de la línea y más allá de los viaductos se hubiera asentado una sola y gran familia.

Conozco algunas viviendas en esta o aquella estación. Es como si hubiera ido muchas veces de visita, creo saber cómo hablan sus inquilinos, y si se mueven de tal o de cual manera. Todos ellos guardan en el alma un poco de ruido del continuo estruendo de los trenes. y no muestran ninguna curiosidad, pues se han acostumbrado a que un sinfín de vidas ajenas pase a cada minuto de largo sin dejar ningún rastro.

Hay siempre una atmósfera invisible, impenetrable, extraña, entre ellos y el mundo que los rodea. Ya no son conscientes de que sus tareas y sus días, sus sueños y sus noches están impregnados de ruido. se diría que los ruidos descansan en los más hondo de su consciencia, y que sin ellos no hay impresión ni experiencia.

Existe un balcón en particular, con la baranda de hierro, que sobresale del edificio como si fuera una jaula, y en cierto lugar, durante toda la primavera y el verano, llueva o brille el sol, un cojín rojo cuelga como una mancha implacable de pintura al óleo. Hay un patio atravesado por cuerdas para tender la ropa, como si una raña gigante, antediluviana, fabulosa, hubiera tejido su densa tela de un muro a otro. Y un delantal azul marino, con unos lunares blancos y grandes como ojos, que ondea desde hace una eternidad.

En mis trayectos he conocido a una chiquilla rubia. Se sienta junto a una ventana abierta y va vertiendo la arena que saca de unos platillos de juguete en una maceta e barro rojizo. A día de hoy habrá llenado unas quinientas macetas. Conozco a un caballero entrado en años que se pasa el viaje leyendo. A estas alturas debe de conocer ya todas las bibliotecas del mundo. Un joven escucha atentamente el gramófono que tiene en la mesa frente a él. Es un aparato grande, con una brillante caja de resonancia. Puedo pillar un trocito de música estridente y llevármelo a casa.
Arrancado del cuerpo de la melodía retumba en mis oídos, fragmento de un fragmento, sin sentido, absurda e injustamente identificado en mi memoria con la imagen del joven que escucha.

Solo unos pocos no hacen nada y se limitan a estar sentados junto a la ventana para ver pasar los trenes, Uno advierte qué aburrida tiene que ser la vida sin ocupación.
Por eso en este mundo cada cual tiene su tarea, e incluso de los animales se saca algún provecho. No hay un solo lilo que no sostenga la colada puesta a secar en los patios traseros.

He ahí la tristeza de estos patios: qué raro es el árbol que no hace más que florecer, que no tiene otra función que esperar la lluvia y el sol, y disfrutar de ambos, y dar flores azules y blancas.

Joseph Roth “Crónicas Berlinesas”