jueves, 24 de diciembre de 2020

Viajar

Viajar es marcharse de casa,

es dejar los amigos

es intentar volar;

volar conociendo otras ramas

recorriendo caminos

es intentar cambiar.


Viajar es vestirse de loco

es decir “no me importa”

es querer regresar.

Regresar valorando lo poco

saboreando una copa,

es desear empezar.


Viajar en sentirse poeta,

escribir una carta,

es querer abrazar.

Abrazar al llegar a una puerta

añorando la calma

es dejarse besar.


Viajar es volverse mundano

es conocer otra gente

es volver a empezar.

Empezar extendiendo la mano,

aprendiendo del fuerte,

es sentir soledad.


Viajar es marcharse de casa,

es vestirse de loco

diciendo todo y nada en una postal.

Es dormir en otra cama,

sentir que el tiempo es corto,

viajar es regresar.


Gabriel García Marquez

miércoles, 3 de febrero de 2016

SOBRE LA FELICIDAD

“Nos convencemos a nosotros mismos de que la vida será mejor después de casarnos, después de tener un hijo y entonces después de tener otro. Entonces nos sentimos frustrados porque los hijos no son lo suficientemente grandes y que seremos más felices cuando lo sean. Después de eso nos frustramos porque son adolescentes (difíciles de tratar). Ciertamente seremos más felices cuando salgan de esta etapa. Nos decimos que nuestra vida estará completa cuando a nuestro esposo (a) le vaya mejor, cuando tengamos un mejor carro o una mejor casa, cuando nos podamos ir de vacaciones, cuando estemos retirados.”

“La verdad es que no hay mejor momento para ser felices que ahora. Si no es ahora, ¿cuándo? Tu vida estará siempre llena de retos. Es mejor admitirlo y decidir ser felices de todas formas. Una de mis frases: “Por largo tiempo me parecía que la vida estaba a punto de comenzar. La vida de verdad. Pero siempre había algún obstáculo en el camino, algo que resolver primero, algún asunto sin terminar, tiempo por pasar, una deuda que pagar. Sólo entonces la vida comenzaría. Hasta que me di cuenta que esos obstáculos eran mi vida”. Esta perspectiva me ha ayudado a ver que no hay un camino a la felicidad.”

“La felicidad “es” el camino; así que atesora cada momento que tienes y atesóralo más cuando lo compartiste con alguien especial, lo suficientemente especial para compartir tu tiempo y recuerda que el tiempo no espera por nadie... así que deja de esperar hasta que bajes cinco kilos, hasta que te cases, hasta que te divorcies, hasta el viernes por la noche, hasta el domingo por la mañana, hasta la primavera, el verano, el otoño o el invierno o hasta que te mueras, para decidir que no hay mejor momento que éste para ser feliz... la felicidad es un trayecto, no un destino.”


Eduardo Galeano

martes, 28 de julio de 2015

Spin-off de la entrada anterior: El regreso de Dg (si se me permite la osadía)

Nunca me había atrevido a tocarla, no conversamos siquiera, nuestros intercambios se basaron siempre en gestos casi infantiles, una comunicación entre seres temerosos de sobrepasar la barrera de la confianza del otro.
Y a pesar de todo, crei descubrir su amor en sus miradas, en sus movimientos, en sus silencios... y sin creerme capaz de corresponderla, me asusté, la temí y la alejé de mi lado.

Cuántas veces en los amaneceres posteriores lamenté haberle dejado entrever mi momentánea desconfianza, y haberla dejado marchar, dejándome solo, extrañando su misteriosa presencia.
Pensé que no volvería a verla, que su recuerdo diario, madrugador y confuso sería lo único que de ella quedaría en mi vida. Y digo "pensé" donde antes hubiera dicho "supe", antes de aquella madrugada, de una noche de grillos, ventanas abiertas y sábanas arrebulladas.

Desperté, dándome cuenta, aun inmóvil, de que mi cuarto tenía el tamaño de siempre, de que no había hojas secas suspendidas en el aire y yo, al fin y al cabo, tampoco flotaba. La lámpara en el techo colgaba estática. Intenté, como siempre, recordar qué sucesos del día interior podían haber sido simiente de lo que mi mente enmarañaba por la noche. Solo recordé viento.

Un ruido, como un gorgoteo, llegó desde la ventana abierta. Recordé todos los atardeceres en los que ella había trepado por la hiedra, viniendo a tumbarse en silencio sobre mi alfombra.
Ojalá hubiera vuelto, casi podía escuchar sus pasos, acercándose a través del cuarto, incluso su peso apoyándose en mi cama, avanzando sigilosamente, tímidamente, hasta mi lado.

Mi mano izquierda yacía inmovil, boca abajo, en el extremo de mi brazo estirado. El movimiento de su dedo meñique fue tan lento, que pude sentir su calor antes del contacto de su piel. Estaba allí. Tuve una absoluta consciencia de ese mínimo contacto. Como cuando dos personas están cerca y sus pieles se tocan accidentalmente. No hace falta hablar, ni siquiera es preciso un intercambio de miradas, para que esas dos personas estén conectadas, por encima de cualquier cosa que esté pasando a su alrededor. La mayoría de las veces, se produce una súbita retirada de ese contacto, por medio de un movimiento improvisado, que excuse ese injustificado cambio de posición. Pero, ¡ay! cuando esa retirada no se produce, ¿cómo puede un solo centímetro de piel transmitir la tensión al cuerpo entero, y monopolizar el pensamiento de tal manera?

Su meñique se deslizó sobre el mío, pasando a ocupar el lugar entre mi meñique y mi anular. Y así prosiguió Dg su temeroso recorrido, hasta que todos sus dedos quedaron entrelazados con los míos. Firmemente decidido a fingirme dormido para no asustarla, trataba de mantenerme inmovil, sin llegar volverme rígido, aunque mi estómago hubiera reducido súbitamente su tamaño a la mitad.
 Temía que escapara y que no volviera más. Pero ansiaba acariciarla, dar una respuesta.
Tras analizar detenidamente nuestras posiciones, me empeñé en la tarea de planear el movimiento no planeado de un hombre dormido. Gruñí un poco, solo para no pillarla por sorpresa y en un rápido giro hice que nuestras palmas se encontraran. La noté estremecerse, tensarse, hasta que las llemas de nuestros dedos se buscaron, rodaron lentamente unas sobre otras, se conocieron, en un encuentro hasta entonces impensable. Víctimas de una felicidad callada, en su miedo de ser desbubierta y en mi miedo de perderla de nuevo.
Finalmente caimos rendidos, con nuestras huellas dactilares encajadas.

Cuando desperté, se había marchado y me pregunté, si me habría visitado alguna noche antes, y de ser así, si habría notado la diferencia entre mi yo dormido y el despierto.
Se lo preguntaré alguna vez, cuando reuna el valor, para en lugar de esperarla, como cada noche, con los ojos cerrados y el gesto impasible, lo haga sentado junto a la ventana, con la mano alzada, dándole por fin la bienvenida.

jueves, 16 de julio de 2015

Más de Cortázar

“La vida, como un comentario de otra cosa que no alcanzamos, y que está ahí al alcance del salto que no damos".

Julio Cortázar

lunes, 1 de junio de 2015

La estación de la mano

La dejaba entrar por la tarde, abriéndole un poco la hoja de mi ventana que da al jardín, y la mano descendía ligeramente por los bordes de la mesa de trabajo apoyándose apenas en la palma, los dedos sueltos y como distraídos, hasta venir a quedar inmóvil sobre el piano, o en el marco de un retrato, o a veces sobre la alfombra color vino.

Amaba yo aquella mano porque nada tenía de voluntariosa y sí mucho de pájaro y de hoja seca. ¿Sabía ella algo de mí? Sin titubear llegaba a la ventana por las tardes, a veces de prisa -con su pequeña sombra que de pronto se proyectaba sobre los papeles- y como urgiendo que le abriese; y otras lentamente, ascendiendo por los peldaños de la hiedra donde, a fuerza de escalarla, había calado un camino profundo. Las palomas de la casa la conocían bien; con frecuencia escuchaba yo de mañana un arrullar ansioso y sostenido, y era que la mano andaba por los nidos, ahuecándose para contener los pechos de tiza de los más jóvenes, la pluma áspera de los machos celosos. Amaba las palomas y los bocales de agua fresca; cuántas veces la encontré al borde de un vaso de cristal, con los dedos levemente mojados en el agua que se complacía y danzaba. Nunca la toqué; comprendía que aquello hubiera sido desatar cruelmente los hilos de un acaecer misterioso. Y muchos días anduvo la mano por mis cosas, abrió libros y cuadernos, puso su índice -con el cual sin duda leía- sobre mis más bellos poemas y los fue aprobando uno a uno.

El tiempo transcurría. Los sucesos exteriores a los cuales debía mi vida someterse con dolor, principiaron a ondular como curvas que sólo de sesgo me alcanzaban. Descuidé mi aritmética, vi cubrirse de musgo mi más prolijo traje; apenas salía ahora de mi cuarto, a la espera cadenciosa de la mano, atisbando con ansiedad el primer -y más lejano y hundido- roce en la hiedra.

Le puse nombres; me gustaba llamarla Dg, porque era un nombre sólo para pensarse. Incité su probable vanidad dejando anillos y pulseras sobre las repisas, espiando su actitud con secreta constancia. Varias veces creí que se adornaría con las joyas, pero ella las estudiaba dando vueltas en torno y tocarlas, a semejanza de una araña desconfiada; y aunque un día llegó a ponerse un anillo de amatista fue sólo por un instante y lo abandonó como si le quemara. Yo me apresuré a esconder las joyas en su ausencia y desde entonces me pareció que estaba más complacida.

Así declinaron las estaciones, unas esbeltas y otras con semanas ceñidas de luces violentas, sin que sus llamadas premiosas llegaran hasta nuestro ámbito. Todas las tardes volvía la mano, mojada con frecuencia por las lluvias otoñales, y la veía ponerse de espaldas sobre la alfombra, secarse prolijamente uno dedo con otro, a veces con menudos saltos de cosa satisfecha. En los atardeceres de frío su sombra se teñía de violeta. Yo colocaba entonces un brasero a mis pies y ella se acurrucaba y apenas bullía, salvo para recibir, displicente, un álbum con grabados o un ovillo de lana que le gustaba anudar y retorcer. Era incapaz, lo advertí pronto, de estarse largo rato quieta. Un día encontró una artesa de arcilla y se precipitó sobre la novedad; horas y horas modeló la arcilla mientras yo, de espaldas, fingía no preocuparme por su tarea. Naturalmente, modeló una mano. La dejé secar y la puse sobre el escritorio para probarle que su obra me agradaba. Pero era un error: como a todo artista, a Dg terminó por molestarle la contemplación de esa otra mano rígida y algo convulsa. Al retirarla de la habitación, ella fingió por pudor no haberlo advertido.

Mi interés se tornó bien pronto analítico. Cansado de maravillarme, quise saber; he ahí el invariable y funesto fin de toda aventura. Surgían las preguntas acerca de mi huésped: ¿Vegeta, siente, comprende, ama? Imaginé "tests", tendí lazos, apronté experimentos. Había advertido que la mano, aunque capaz de leer, jamás escribía. Una tarde abrí la ventana y puse sobre la mesa un lapicero, cuartillas en blanco, y cuando entró Dg me marché para dejarla libre de toda timidez. Por la cerradura vi que hacía sus paseos habituales y luego, vacilante, iba hasta el escritorio y tomaba el lapicero. Oí el arañar de la pluma, y después de un tiempo ansioso entré en el cuarto. Sobre el papel, en diagonal y con letra perfilada, Dg había escrito: "Esta resolución anula todas las anteriores hasta nueva orden". Jamás pude lograr que volviese a escribir.

Transcurrido el periodo de análisis, comencé a querer de veras a Dg. Amaba su manera de mirar las flores de los búcaros, su rotación acompasada en torno a una rosa, aproximando la yema de los dedos hasta rozar los pétalos, y ese modo de ahuecarse para envolver una flor, sin tocarla, acaso su manera de aspirar la fragancia. Una tarde que yo cortaba las páginas de un libro recién comprado, observé que Dg parecía secretamente deseosa de imitarme. Salí entonces a buscar más libros, y pensé que tal vez le agradaría formar su propia biblioteca. Encontré curiosas obras que parecían escritas para manos, como otras para labios o cabellos, y adquirí también un puñal diminuto. Cuando puse todo sobre la alfombra -su lugar predilecto- Dg lo observó con su cautela acostumbrada. Parecía temerosa del puñal, y recién días después se decidió a tocarlo. Yo seguía cortando mis libros para infundirle confianza, y una noche (¿he dicho que sólo al alba se marchaba, llevándose las sombras?) principió ella a abrir sus libros y separar las páginas. Pronto se desempeñó con una destreza extraordinaria; el puñal entraba en las carnes blancas u opalinas con gracia centelleante. Terminada la tarea colocaba el cortapapel sobre una repisa -donde había acumulado objetos de su preferencia: lanas, dibujos, fósforos usados, un reloj pulsera, montoncitos de ceniza- y descendía para acostarse de bruces en la alfombra y principiar la lectura. Leía a gran velocidad, rozando las palabras con un dedo; cuando hallaba grabados, se echaba entera sobre la página y parecía como dormida. Noté que mi selección de libros había sido acertada; volvía una y otra vez a ciertas páginas ("Etude de Mains" de Gautier; un lejano poema mío que comienza: "Poder tomar tus manos..."; le Gant de Crin" de Reverdy) y colocaba hebras de lana para recordarlas. Antes de irse, cuando yo dormía ya en mi diván, encerraba sus volúmenes en un pequeño mueble que a tal propósito le destiné; y nunca hubo nada en desorden al despertar.

De esta manera sin razones -plenamente basada en la simplicidad del misterio- convivimos un tiempo de estima y correspondencia. Toda indagación superada, toda sorpresa abolida, ¡qué acaecer total de perfección nos contenía! Nuestra vida, así, era una alabanza sin destino, canto puro y jamás presupuesto. Por mi ventana entraba Dg y con ella el ingreso de lo absolutamente mío, rescatado al fin de la limitación de los parientes y las obligaciones, recíproco en mi voluntad de complacer a aquella que de tal forma me liberaba. Y vivimos así, por un tiempo que no podría contar, hasta que la sanción de lo real vino a incidir en mi flaqueza, ardida de celos por tanta plenitud fuera de sus cárceles pintadas. Una noche soñé: Dg se había enamorado de mis manos -la izquierda, sin duda, pues ella era diestra- y aprovechaba mi sueño para raptar a la amada cortándola de mi muñeca con el puñal. Me desperté aterrado, comprendiendo por primera vez la locura de dejar una arma en poder de aquella mano. Busqué a Dg, aún batido por las turbias aguas de la visión; estaba acurrucada en la alfombra y en verdad parecía atenta a los movimientos de mi siniestra. Me levanté y fui a guardar el puñal donde no pudiera alcanzarlo, pero después me arrepentí y se lo traje, haciéndome amargos reproches. Ella estaba como desencantada y tenía los dedos entreabiertos en una misteriosa sonrisa de tristeza.

Yo sé que no volverá más. Tan torpe conducta puso en su inocencia la altivez y el rencor. ¡Yo sé que no volverá más! ¿Por qué reprochármelo, palomas, clamando allá arriba por la mano que no retorna a acariciarlas? ¿Por qué afanarse así, rosa de Flandes, si ella no te incluirá ya nunca en sus dimensiones prolijas? Haced como yo, que he vuelto a sacar cuentas, a ponerme mi ropa, y que paseo por la ciudad el perfil de un habitante correcto.

Julio Cortázar

jueves, 19 de junio de 2014

Libertad

Libertad, yo, dime libertad

Libertad!


Hay que joder con los canones

los hábitos y las costumbres,

hay que ser único en la muchedumbre,

hay que ser hombre o mujer según el caso,

hay que evolucionar crecer en cada paso.

Hay quien ejerce su derecho a las ataduras,

más para mi es obligación vivir sin mesura,

hay que perder las composturas,

y notar que la vida se nos sale por las costuras.


Sigue sin planes!

He dicho sigue sin planes,

que sólo te guíe el impulso de tus imanes,

que nada te frene,

no siempre se cumplen los refranes créeme,

dirige tu peli, resérvate el mejor papel,

súbete al tren de la libertad,

se la nieve que va al río y luego al mar,

se objetivo porque todo es relativo,

exceptuando que estas vivo.



Coge este tren que se te ofrece,

vete libre, vive, crece, sé tu jefe.


La vida sigue a pesar de las encuestas funestas,

camino con mis deudas a cuestas,

¿dónde estás?, amor, ¡contesta!,

protesta mi corazón pues no está en él la respuesta.

Apesta, el mundo da nauseas honestas, porque,

el capitalista no ha aprendido a restar,

¿y me molesta?, pues como no me va a molestar,

casi cambié mis ideales por los del bienestar.


Y aunque otros estén mal ¡a mi me da igual!


Ya de pequeño tuve una visión, dulce inocencia,

vivir con poco, y aún sigo en manos de la providencia,

un lobo loco, trataba de entender el mundo,

contradicciones son, síntomas de inteligencia.

Mirando al cielo, nacen miles de preguntas,

y yo en el suelo siento que las hago todas juntas.

No hay nada cierto, y así es normal que te confundas,

me dijo un ciego, y tenía razones profundas.

Si quieres cambiar algo, cambia tú,

me dijo, paz en el mundo, no sin paz de espíritu.

Ocúpate de tu persona, se tu propio maestro,

cree en ti hermano, duda del resto!


Coge este tren que se te ofrece,

vete libre, vive, crece, sé tu jefe.


Enséñame a desaprender,

a como se deshacen las cosas.


Libertad, yo, dime libertad


Kase O

Entrada correspondiente a enero 2014. Propósitos.

Diez días han transcurrido ya del  nuevo año,  y esta mañana cuando cogí mi bolso gris para ir al trabajo, al meter las llaves de casa, ¡oh, sorpresa! encontré un papel todo arrugado que justo iba a tirar a la papelera cuando alcance a leer "Propósitos de año nuevo". ¡Mierda! ¿Por qué  tenía que aparecer para recordarme que no he hecho nada de lo que hay escrito? ¿no se supone que sólo son una especie de tradición que la gente hace para no sentirse culpable por el hecho de no querer mejorar o por sí acaso al ponerlos en letra y papel surgiera una especie de magia que los hiciera realidad?

El caso es que estoy aquí sentada revisando la lista, que al parecer no es sólo la misma del año anterior, sino que es la misma de siempre, de toda la vida desde que soy persona con uso de razón.

Y mis enemigos para cumplir los propósitos también son los mismos: la supuesta falta de tiempo, la perseverancia y determinación, la pereza, y el peor de todos la fuerza de voluntad, ¿dios, por qué me has dotado de tan poca o más bien ninguna? ¿Dónde se compra la fuerza de voluntad? Deberían de venderla en cápsulas o en tarros de crema para untar por todo el cuerpo.

He llegado a la conclusión de que la palabra propósitos es la que me hace perder la fe, tantos años usándola sin resultados me hace sentir una sensación de pesadez. Así que comienzo a reescribir mi lista con el título "Propuestas para mejorar mi vida", de alguna manera me hace sentir más cómoda.

Mientras escribo siento que una ola de optimismo sube por mis pies hasta tocar mi cerebro y ahora lo veo claro: si mi fuerza de voluntad es débil, tengo una actitud positiva que me ayudará a alimentarla. Ya bien dicen por ahí "querer es poder" y yo revisando la lista si hay cosas que de verdad quiero, entonces decido cambiar la perspectiva y en lugar de enfrentarme a cumplir estos objetivos con pesimismo decido auto convencerme de que es por mi bien y cierro los ojos pensando en lo bien que me veo y siento con todo esto cumplido.

Ahora ya tengo las armas que necesito para vencer y cuando la pereza venga a visitarme volveré a cerrar los ojos y me veré triunfando, pues no hay mayor éxito que ser dueño de uno mismo.

Revista de Sanchinarro.

lunes, 16 de junio de 2014

Cómo decirte, cómo contarte...

Los chavales que te besaban
Nunca se llamaban Alain Delon,
La vida era un pez dormido,
El estribillo insípido de un Rock and Roll.
Así que un buen día dijiste,
Olvidadme, y a Madrid haciendo auto stop,
Con un proyecto en la piel
Y escrita en un papel, mi nueva dirección.
Buscando el tiempo perdido,
Te has ido acostando con media ciudad
Pero el gran amor no deshizo tu cama
Y te aburriste de promiscuidad.
Cada noche un rollo nuevo,
Ayer el yoga, el tarot, la meditación,
Hoy el alcohol y la droga,
Mañana el aerobic y la reencarnación.
Cómo decirte,
Que el cielo esta en el suelo
Que el bien es el espejo del mal,
Cómo contarte,
Que al tren del desconsuelo,
Si subes no es tan fácil bajar.
Cómo decirte,
Que el cuerpo está en el alma,
Que Dios le paga un sueldo a Satán,
Cómo contarte,
Que nadie va a ayudarte
Si no te ayudas tú un poco más.
Qué consejos voy a darte yo
Que ni siquiera se cuidar de mí
Tengo ya tan ocupado el corazón
No queda sitio para ti.
Un amigo me ha contado,
Que el martes pasado te escuchó gritar,
En medio del supermercado,
Quién me vende un poco de autenticidad.
Mañana te vuelves a casa,
Sin pena ni gloria ni príncipe azul
Y contarás tu aventura
Como una locura de la juventud.
Pero no te engañes pensando
Que el redil de vuelta va a seguir igual,
El alquitrán del camino
Embriaga más que el suave vino del hogar.
Cómo decirte,
Que el cielo esta en el suelo
Que el bien es el espejo del mal,
Cómo contarte,
Que al tren del desconsuelo,
Si subes no es tan fácil bajar.
Cómo decirte,
Que el cuerpo está en el alma,
Que Dios le paga un sueldo a Satán,
Cómo contarte,
Que nadie va a ayudarte
Si no te ayudas tú un poco más.

Joaquín Sabina

viernes, 9 de mayo de 2014

Hay que ser realmente idiota para...

 
Puede que la palabra idiota sea demasiado rotunda, pero prefiero ponerla de entrada y calentita sobre el plato aunque los amigos la crean exagerada, en vez de emplear cualquier otra como tonto, lelo o retardado y que después los mismos amigos opinen que uno se ha quedado corto. En realidad no pasa nada grave pero ser idiota lo pone a uno completamente aparte, y aunque tiene sus cosas buenas es evidente que de a ratos hay como una nostalgia, un deseo de cruzar a la vereda de enfrente donde amigos y parientes están reunidos en una misma inteligencia y comprensión, y frotarse un poco contra ellos para sentir que no hay diferencia apreciable y que todo va benissimo. Lo triste es que todo va malissimo cuando uno es idiota, por ejemplo en el teatro, yo voy al teatro con mi mujer y algún amigo, hay un espectáculo de mimos checos o de bailarines tailandeses y es seguro que apenas empiece la función voy a encontrar que todo es una maravilla. Me divierto o me conmuevo enormemente, los diálogos o los gestos o las danzas me llegan como visiones sobrenaturales, aplaudo hasta romperme las manos y a veces me lloran los ojos o me río hasta el borde del pis, y en todo caso me alegro de vivir y de haber tenido la suerte de ir esa noche al teatro o al cine o a una exposición de cuadros, a cualquier sitio donde gentes extraordinarias están haciendo o mostrando cosas que jamás se habían imaginado antes, inventando un lugar de revelación y de encuentro, algo que lava de los momentos en que no ocurre nada más que lo que ocurre todo el tiempo. Y así estoy deslumbrado y tan contento que cuando llega el intervalo me levanto entusiasmado y sigo aplaudiendo a los actores, y le digo a mi mujer que los mimos checos son una maravilla y que la escena en que el pescador echa el anzuelo y se ve avanzar un pez fosforecente a media altura es absolutamente inaudita. Mi mujer también se ha divertido y ha aplaudido, pero de pronto me doy cuenta (ese instante tiene algo de herida, de agujero ronco y húmedo) que su diversión y sus aplausos no han sido como los míos, y además casi siempre hay con nosotros algún amigo que también se ha divertido y ha aplaudido pero nunca como yo, y también me doy cuenta de que está diciendo con suma sensatez e inteligencia que el espectáculo es bonito y que los actores no son malos, pero que desde luego no hay gran originalidad en las ideas, sin contar que los colores de los trajes son mediocres y la puesta en escena bastante adocenada y cosas y cosas. Cuando mi mujer o mi amigo dicen eso --lo dicen amablemente, sin ninguna agresividad-- yo comprendo que soy idiota, pero lo malo es que uno se ha olvidado cada vez que lo maravilla algo que pasa, de modo que la caída repentina en la idiotez le llega como al corcho que se ha pasado años en el sótano acompañando al vino de la botella y de golpe plop y un tirón y no es mas que corcho. Me gustaría defender a los mimos checos o a los bailarines tailandeses, porque me han parecido admirables y he sido tan feliz con ellos que las palabras inteligentes y sensatas de mis amigos o de mi mujer me duelen como por debajo de las uñas, y eso que comprendo perfectamente cuánta razón tienen y cómo el espectáculo no ha de ser tan bueno como a mí me parecía (pero en realidad a mí no me parecía que fuese bueno ni malo ni nada, sencillamente estaba transportado por lo que ocurría como idiota que soy, y me bastaba para salirme y andar por ahí donde me gusta andar cada vez que puedo, y puedo tan poco). Y jamás se me ocurriría discutir con mi mujer o con mis amigos porque sé que tienen razón y que en realidad han hecho muy bien en no dejarse ganar por el entusiasmo, puesto que los placeres de la inteligencia y la sensibilidad deben nacer de un juicio ponderado y sobre todo de una actitud comparativa, basarse como dijo Epicteto en lo que ya se conoce para juzgar lo que se acaba de conocer, pues eso y no otra cosa es la cultura y la sofrosine. De ninguna manera pretendo discutir con ellos y a lo sumo me limito a alejarme unos metros para no escuchar el resto de las comparaciones y los juicios, mientras trato de retener todavía las últimas imágenes del pez fosforescente que flotaba en mitad del escenario, aunque ahora mi recuerdo se ve inevitablemente modificado por las críticas inteligentísimas que acabo de escuchar y no me queda más remedio que admitir la mediocridad de lo que he visto y que sólo me ha entusiasmado porque acepto cualquier cosa que tenga colores y formas un poco diferentes. Recaigo en la conciencia de que soy idiota, de que cualquier cosa basta para alegrarme de la cuadriculada vida, y entonces el recuerdo de lo que he amado y gozado esa noche se enturbia y se vuelve cómplice, la obra de otros idiotas que han estado pescando o bailando mal, con trajes y coreografías mediocres, y casi es un consuelo pero un consuelo siniestro el que seamos tantos los idiotas que esa noche se han dado cita en esa sala para bailar y pescar y aplaudir. Lo peor es que a los dos días abro el diario y leo la crítica del espectáculo, y la crítica coincide casi siempre y hasta con las mismas palabras con o que tan sensata e inteligentemente han visto y dicho mi mujer o mis amigos. Ahora estoy seguro de que no ser idiota es una de las cosas más importantes para la vida de un hombre, hasta que poco a poco me vaya olvidando, porque lo peor es que al final me olvido, por ejemplo acabo de ver un pato que nadaba en uno de los lagos del Bois de Boulogne, y era de una hermosura tan maravillosa que no pude menos que ponerme en cuclillas junto al lago y quedarme no sé cuánto tiempo mirando su hermosura, la alegría petulante de sus ojos, esa doble línea delicada que corta su pecho en el agua del lago y que se va abriendo hasta perderse en la distancia. Mi entusiasmo no nace solamente del pato, es algo que el pato cuaja de golpe, porque a veces puede ser una hoja seca que se balancea en el borde de un banco, o una grúa anaranjada, enormísima y delicada contra el cielo azul de la tarde, o el olor de un vagón de tren cuando uno entra y se tiene un billete para un viaje de tantas horas y todo va a ir sucediendo prodigiosamente, el sándwich de jamón, los botones para encender o apagar la luz (una blanca y otra violeta), la ventilación regulable, todo eso me parece tan hermoso y casi tan imposible que tenerlo ahí a mi alcance me llena de una especie de sauce interior, de una verde lluvia de delicia que no debería terminar más. Pero muchos me han dicho que mi entusiasmo es una prueba de inmadurez (quieren decir que soy idiota, pero eligen las palabras) y que no es posible entusiasmarse así por una tela de araña que brilla al sol, puesto que si uno incurre en semejantes excesos por una tela de araña llena de rocío, ¿qué va a dejar para la noche en que den King Lear? A mí eso me sorprende un poco, porque en realidad el entusiasmo no es una cosa que se gaste cuando uno es realmente idiota, se gasta cuando uno es inteligente y tiene sentido de los valores y de la historicidad de las cosas, y por eso aunque yo corra de un lado a otro del Bois de Boulogne para ver mejor el pato, eso no me impedirá esa misma noche dar enormes saltos de entusiasmo si me gusta como canta Fischer Dieskau. Ahora que lo pienso la idiotez debe ser eso: poder entusiasmarse todo el tiempo por cualquier cosa que a uno le guste, sin que un dibujito en una pared tenga que verse menoscabado por el recuerdo de los frescos de Giotto en Padua. La idiotez debe ser una especie de presencia y recomienzo constante: ahora me gusta esta piedrita amarilla, ahora me gusta "L'année dernière à Marienbad", ahora me gustas tú, ratita, ahora me gusta esa increíble locomotora bufando en la Gare de Lyon, ahora me gusta ese cartel arrancado y sucio. Ahora me gusta, me gusta tanto, ahora soy yo, reincidentemente yo, el idiota perfecto en su idiotez que no sabe que es idiota y goza perdido en su goce, hasta que la primera frase inteligente lo devuelva a la conciencia de su idiotez y lo haga buscar presuroso un cigarrillo con manos torpes, mirando al suelo, comprendiendo y a veces aceptando porque también un idiota tiene que vivir, claro que hasta otro pato u otro cartel, y así siempre.
Hace años que me doy cuenta y no me importa, pero nunca se me ocurrió escribirlo porque la idiotez me parece un tema muy desagradable, especialmente si es el idiota quien lo expone.

Julio Cortázar

viernes, 6 de diciembre de 2013

abro el facebook, luego leo...

Me siento culpable.
 
Por no tener hijos. Por ser una egoísta que sólo piensa en sí misma, y no es capaz de ocuparse del cuidado de otras personas. Por tener envidia de las que sí los tienen.

Por tener hijos. Por no dedicarles el tiempo que necesitan y dejarles con otras personas y a veces tener ganas de salir corriendo y a veces darles de cenar tarde, comida precocinada. Por tener envidia de las que no los tienen.

Por tener pareja. Por fantasear con cómo sería encontrar a alguien que me despertara verdadera pasión, y no este calorcito rico que a veces me recuerda a unos calcetines gordos. Por tener envidia de las que son libres.

Por no tener pareja. Por no haber encontrado a alguien que me quiera lo suficiente como para que el calorcito que sigue a la pasión inicial me baste. Por no haber querido lo suficiente a quienes se han atrevido a quererme. Por tener envidia de las que tienen con quien pasar las tardes de los domingos.

Por tener trabajo. Por ganar dinero con el ejercicio rutinario de mi mediocridad discutiblemente útil. Por gastármelo en cosas que no necesito. Por no ahorrarlo para cuando lo necesite. Por no compartirlo. 

Por no tener trabajo. Por haber decepcionado a quienes pensaron que iba a ser algo en la vida. Por vivir del cuento. Porque -a veces- no me importa. Porque -a veces- me importa mucho. Por no poder pagarme las copas.

Por follar. Por no follar. Por desear a quien no debo. Por no desear a quien debo. Por desear a quien me desea. Por no desear a quien me desea. 

Por ir al gimnasio. Por no ir. Por comer mal. Por comer mucho. Por comer poco.

Por decir lo que pienso. Por no decir lo que siento.

Me siento culpable por ser como soy, y por no ser como esperaban que fuera. Porque no soy como creen. Y porque no soy como quisieran que fuera.

Me siento culpable por sentirme culpable.

Y veo mujeres sin culpa, sentirse culpables por lo mismo que yo. Y por lo contrario.

Y me pregunto si no será, la culpa, una estrategia para que nunca estemos contentas, para que nos dejemos culpar de lo que sea, para que encontremos siempre una excusa para agachar la cabeza.

Y me siento culpable por preguntármelo.

Faktoria Lila