martes, 28 de julio de 2015

Spin-off de la entrada anterior: El regreso de Dg (si se me permite la osadía)

Nunca me había atrevido a tocarla, no conversamos siquiera, nuestros intercambios se basaron siempre en gestos casi infantiles, una comunicación entre seres temerosos de sobrepasar la barrera de la confianza del otro.
Y a pesar de todo, crei descubrir su amor en sus miradas, en sus movimientos, en sus silencios... y sin creerme capaz de corresponderla, me asusté, la temí y la alejé de mi lado.

Cuántas veces en los amaneceres posteriores lamenté haberle dejado entrever mi momentánea desconfianza, y haberla dejado marchar, dejándome solo, extrañando su misteriosa presencia.
Pensé que no volvería a verla, que su recuerdo diario, madrugador y confuso sería lo único que de ella quedaría en mi vida. Y digo "pensé" donde antes hubiera dicho "supe", antes de aquella madrugada, de una noche de grillos, ventanas abiertas y sábanas arrebulladas.

Desperté, dándome cuenta, aun inmóvil, de que mi cuarto tenía el tamaño de siempre, de que no había hojas secas suspendidas en el aire y yo, al fin y al cabo, tampoco flotaba. La lámpara en el techo colgaba estática. Intenté, como siempre, recordar qué sucesos del día interior podían haber sido simiente de lo que mi mente enmarañaba por la noche. Solo recordé viento.

Un ruido, como un gorgoteo, llegó desde la ventana abierta. Recordé todos los atardeceres en los que ella había trepado por la hiedra, viniendo a tumbarse en silencio sobre mi alfombra.
Ojalá hubiera vuelto, casi podía escuchar sus pasos, acercándose a través del cuarto, incluso su peso apoyándose en mi cama, avanzando sigilosamente, tímidamente, hasta mi lado.

Mi mano izquierda yacía inmovil, boca abajo, en el extremo de mi brazo estirado. El movimiento de su dedo meñique fue tan lento, que pude sentir su calor antes del contacto de su piel. Estaba allí. Tuve una absoluta consciencia de ese mínimo contacto. Como cuando dos personas están cerca y sus pieles se tocan accidentalmente. No hace falta hablar, ni siquiera es preciso un intercambio de miradas, para que esas dos personas estén conectadas, por encima de cualquier cosa que esté pasando a su alrededor. La mayoría de las veces, se produce una súbita retirada de ese contacto, por medio de un movimiento improvisado, que excuse ese injustificado cambio de posición. Pero, ¡ay! cuando esa retirada no se produce, ¿cómo puede un solo centímetro de piel transmitir la tensión al cuerpo entero, y monopolizar el pensamiento de tal manera?

Su meñique se deslizó sobre el mío, pasando a ocupar el lugar entre mi meñique y mi anular. Y así prosiguió Dg su temeroso recorrido, hasta que todos sus dedos quedaron entrelazados con los míos. Firmemente decidido a fingirme dormido para no asustarla, trataba de mantenerme inmovil, sin llegar volverme rígido, aunque mi estómago hubiera reducido súbitamente su tamaño a la mitad.
 Temía que escapara y que no volviera más. Pero ansiaba acariciarla, dar una respuesta.
Tras analizar detenidamente nuestras posiciones, me empeñé en la tarea de planear el movimiento no planeado de un hombre dormido. Gruñí un poco, solo para no pillarla por sorpresa y en un rápido giro hice que nuestras palmas se encontraran. La noté estremecerse, tensarse, hasta que las llemas de nuestros dedos se buscaron, rodaron lentamente unas sobre otras, se conocieron, en un encuentro hasta entonces impensable. Víctimas de una felicidad callada, en su miedo de ser desbubierta y en mi miedo de perderla de nuevo.
Finalmente caimos rendidos, con nuestras huellas dactilares encajadas.

Cuando desperté, se había marchado y me pregunté, si me habría visitado alguna noche antes, y de ser así, si habría notado la diferencia entre mi yo dormido y el despierto.
Se lo preguntaré alguna vez, cuando reuna el valor, para en lugar de esperarla, como cada noche, con los ojos cerrados y el gesto impasible, lo haga sentado junto a la ventana, con la mano alzada, dándole por fin la bienvenida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario