lunes, 22 de marzo de 2010

Nube en la mano



Se siente una lluvia cerca.
A esa nube gris, plomiza,
que por su altura navega,
tan sin prisa soñadora,
se le puede ver el rumbo:
es un jardín;
el sueño se le descifra:
es una rosa.

¡Qué aparente lo marmóreo,
qué indecisa su firmeza!
Su tenue ser vaporoso
con encarnaciones sueña
vislumbradas,
desde arriba, aquí, en la tierra.
Con tiernas formas intactas
que, invisibles todavía,
aun no abiertas,
puras vísperas de flor,
en algún jardín esperan
a que llueva agua de mayo,
a que llueva.

Llueve ya.
La nube inicia su tránsito
por el aire, y la ciudad
se trastorna, cuando llega.
En los llanos del asfalto
luminosa brota yerba
repentina, son reflejos.
Los suelos todos se pueblan
de radiante césped trémulo,
y en la insòlita pradera
saltan las ancas brillantes
de las más extrañas bestias,
todas de curvos colores,
que pastan las luces frescas.

Agua de mayo, lloviendo
la nube está.
¿Y ha de quedar todo en eso?
¿Acaba así tanta altura,
en paraguas callejeros?
No. En su oficina, un vergel,
la vieja alquimia prepara
su divino arte secreto.

Esperan botón, capullo,
algo,
aunque de la tierra venga,
más celeste que terreno.
Lento, se empapa el jardín
de lo que antes era cielo.
Muy despacio, tallo arriba
la nube gris va subiendo.
Su gris se le torna rosa,
lo fosco se vuelve tierno.
Perfecciones que soñara,
errabunda, por los cielos,
la nube se las realiza
en el capullo que ha abierto.
Y aquella deriva lenta,
por los anchos firmamentos,
en suave puerto termina:
en la calma de unos pétalos.

¿Quién de menos la echaría,
quién va a decir que se ha muerto,
si en el azul absoluto
falta su bulto sereno?
Está aquí, que yo lo siento,
olor de nube, en la flor,
celeste, en tierra, resuello.
Y si ayer vapor la vi,
en mi mano está su peso,
ahora, leve; y sus celajes
en carmines los poseo.

Feliz la nube de mayo,
que en esta o aquella rosa
cumple su sino perfecto.

Feliz ella y feliz yo,
que la tengo.



Pedro Salinas.

lunes, 8 de marzo de 2010

En un hotel de Mil Estrellas



Abrió ligeramente los ojos y se los tapó rápidamente con la manta. Ese día había salido el sol en aquella ciudad lluviosa y no estaba acostumbrado a despertarse con un rayo de luz entrando por la ventana.
Era ya la una del mediodía, pero no tenía ninguna prisa. Se sentía tranquilo por encontrarse en esa habitación normalmente sombría y ahora luminosa, en la que había pasado el último mes. No le molestaban los ronquidos ni las voces de los viajeros que se levantaban a las 6 de la mañana para continuar su viaje.

Se paró a recordar su último año vivido en aquel hotel de mil estrellas, en el que tenía tantos recuerdos buenos, como malos.
Por las mañanas, recogía todas sus pertenencias, que consistían en una bolsa grande de deporte y una mochila mugrienta que llevaba colgada a la espalda, y salía del portal situado en los suburbios de Dublín, donde ya se había asentado. Se dirigía a las calles concurridas del centro, donde no por una gran bondad de la gente, sino por la gran cantidad de personas por minuto, conseguía sacar algo de dinero para pasar el día.

Buscó una moneda suelta en su bolsillo y entró en la cabina de teléfono. Marcó el teléfono de su casa y una vez más nadie le respondió. Pensó que habrían cambiado el número de teléfono y que no querían saber nada más de él

Al pasar por la calle Low Gardiner, saludó con la mano a su compañero William, que también era de Belfast como él, pero éste le respondió con una mirada seria. Supuso que no estaba siendo un buen día para él, y continuó caminando hasta el final de la pasarela peatonal del río Liffey, donde dejó sus cosas y a continuación se sentó.
Allí se entretuvo observando a los transeúntes y escuchando los fragmentos de conversaciones en diferentes idiomas, que no tenían ningún sentido para él. Después se cansó y su miraba se fijó en la pared de enfrente y sólo veía piernas y oía voces que ya no llamaban su atención.

Allí esperaba a que el sol terminara su recorrido por el cielo para ocultarse bajo los edificios y dar lugar a una fría noche en la se reuniría con algunos compañeros en el parque para abrir su brick de vino y compartir sus desvaríos.

Ahora era distinto, tenía un nuevo hogar, no le importaba no tener intimidad alguna.
Allí había encontrado mucha gente que creía carente de prejuicios, pero cuando se desinhibía y comenzaba a hablar sobre su pasado, misteriosamente desaparecían y no volvía a saber de ellos.

Se decidió a levantarse por fin y tropezando con las maletas y todos los trastos que había en la habitación, se dirigió a la cocina y abrió el armario de comida para compartir, de donde cogió unas tostadas y se sentó en aquella mesa alargada, donde se entretuvo leyendo un periódico que alguien se había dejado olvidado.
Vio que un bulto se acercaba lentamente por el largo pasillo y levantó la vista del periódico. Era Emily, una señora mayor inglesa, con pelo blanco y unos pequeños ojillos azules, que residía con él en la última planta y se dedicaba a escribir novelas en una mesita junto a la ventana.

-¿Quiere que le ayude a subir las bolsas? Preguntó él.
-Si fueras tan amable -Contestó ella agradecidamente.
-Parece que por fin ha salido el sol esta mañana ¿no?
-Sí, eso parece, aunque al fin y al cabo, esta ciudad lluviosa no está tan mal.

domingo, 7 de marzo de 2010

Te llamaré viernes

"Manuela caminaba, esforzándose por hundir los pies en la tierra de los angostos senderos que delimitaban las parcelas sembradas, sin rozar jamás siquiera el borde de los surcos labrados, caminaba y sonreía, con los zapatos en la mano y toda el agua del mundo cayéndole encima, y no hacía nada más, sólo pasear, avanzando metódicamente un pie sólo después de haber posado el talón del otro sobre el suelo, moviéndose con la enfermiza precisión de una lunática, dejándose empapar por la lluvia, que había calado ya en su blusa, pegando la tela blanca a su cuerpo como una segunda piel que ella rechazaba de vez en cuando pellizcando un trocito de tela con los dedos y tirando de él enérgicamente hacia fuera para que todo su cuerpo se llenara de fantasmagóricas bolsas de aire bajo el tejido translúcido y el agua se volvía aceite sobre su pelo, ahora liso y uniforme, negro y brillante, pesado, y un diminuto riachuelo transparente se precipitaba en el vacío desde la punta de su nariz sin que ella hiciera nada por impedirlo, por evitar una sensación seguramente molesta."



Almudena Grandes



"Los niños no son capaces de emocionarse con sus propias historias porque aún no saben que van a morir, pensó luego, mientras se aferraba por puro instinto al definitivo de sus cuentos íntimos, una fantasía enloquecida, tributaria de la épica triunfante en su propio siglo, que convertía el universo entero en una diminuta casa de muñecas, el juego favorito de un monstruoso niño extraterrestre en cuyo reloj los milenios apenas eran capaces de mover el segundero y cuya inteligencia abarcaba hasta las más insignificantes acciones transcurridas en los días y las noches de la tierra, un niño desmesurado, gigantesco, pero niño al fin, que se divertía tirando de los hilos invisibles que rigen el tiempo y el destino de cada hombre, la historia de la Humanidad apenas un pasatiempo, un recurso pasajero para matar el tedio de una tarde de lluvia, allí en el fantástico e inasequible planeta que ningún humano hollaría jamás, ni vivo ni muerto, dormido o despierto, y que él pronto pobló de otros niños, propietarios de universos distintos, hermanos y compañeros de aquel remoto monstruo al que siempre evitó llamar dios."



Almudena Grandes